Comentario
La diplomacia británica aprendió enseguida a capear el temporal: si la anexión estaba proscrita dentro de la nueva moralidad política, podía aprovecharse la idea de la autodeterminación de los pueblos para conseguir los propósitos imperiales. Esa idea provocó la Declaración Balfour, que concedía un hogar en Palestina al pueblo judío. No fue un asunto filantrópico, precipitado o menor, que casualmente tendría extraordinarias consecuencias para Palestina, sino un documento político de rango mayor, debatido durante cinco meses. Londres sopesó cuidadosamente su fórmula, tono y contenido -tanto que se estudiaron tres redacciones- pues, por un lado, no quería crear susceptibilidades entre los árabes y, por otro, el propósito final del hogar judío en Palestina era instalar allí a un aliado fiel y dependiente. Los judíos en Palestina -cuyo Estado no tardaría en constituirse según pensaban los "imperialistas"- garantizarían los intereses británicos con la misma firmeza que si ondeara allí su bandera.
Por eso, Feisal y Lawrence fueron lanzados contra los otomanos de Siria, lo cual proporcionó a Londres una perfecta carambola: la presión árabe sobre las comunicaciones del ejército de Kemal Pachá, que operaba contra el británico de Allenby en el Sinaí, le obligó a retirarse hacia Mesopotamia. Esa concatenación de acontecimientos entregó Palestina a los británicos y Siria a los árabes. Sin modificar una sola letra del acuerdo Sykes-Picot, el Reino Unido había logrado controlar Palestina e instalar al príncipe Feisal en Damasco, cumpliendo parte de lo prometido a los árabes.
Los "imperialistas" ya dominaban con maestría la utilización el derecho a la emancipación y autodeterminación en favor de sus intereses. En el Comité de Asuntos Orientales hablaba, a finales de 1918, su presidente, Lord Curzon, que meses después ostentaría la cartera británica de Exteriores: "Mi última observación será que el principio de autodeterminación existe; por tanto, si no podemos resolver nuestras dificultades de otra manera, jugaremos la carta de la autodeterminación para todo lo que pueda servirnos, para cuando nos hallemos en dificultades con Francia, con los árabes o con cualquier otro... Permitamos que las cuestiones se solucionen según este razonamiento, sabiendo desde el fondo de nuestros corazones que, probablemente, sacaremos mayor provecho que todos los demás".
Tras la conclusión de la Gran Guerra (Armisticio de Rethondes, 11-11-1918), los vencedores organizaron la conferencia de Paz de Versalles (1919) que debía resolver los problemas suscitados por la contienda y adoptar las medidas para que no volviera a repetirse. No ocurrió tal: el revanchismo de los vencedores propició la desesperación y el rencor de los vencidos, caldo de cultivo donde floreció el nazismo. El periodista e historiador francés, Raymond Cartier escribió: "La Primera Guerra Mundial (...) habría debido tener como conclusión una victoria aliada indiscutible, seguida de una paz de reconciliación. Pero se haría lo contrario: de una victoria incompleta, saldría una paz ridículamente rigurosa".
"La paz cartaginesa", en palabras de Keynes, impuesta a los vencidos, frustró las esperanzas de una paz justa y duradera que había inspirado la actuación de Woodrow Wilson. El presidente norteamericano -el primero que se trasladó a Europa, abandonando durante seis meses su país- renunció a buena parte de su ideario por ver cumplirse el más amado de sus proyectos: la constitución de la Sociedad de Naciones.
A los efectos que aquí interesan, esta institución fue el instrumento de los vencedores para lograr sus fines. Una de sus competencias fundamentales era conducir los territorios coloniales desgajados de los vencidos hacia la independencia, proporcionándoles el cauce para satisfacer sus procesos de autodeterminación. La realidad fue bien diferente. Respecto a Mesopotamia, Palestina y Siria surgió de inmediato la rebatiña anglo-francesa: París exigía el cumplimiento de los Acuerdos Sykes-Picot; Londres alegaba que era imposible, pues se contraponían a lo pactado con los árabes... a lo que los franceses replicaron que nada tenían que ver en aquel asunto.